Reflexionemos sobre la primera y principal virtud de todo ecónomo cristiano: «Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley? Él le respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente.» Mt. 22, 36-38.
Decíamos en nuestro artículo anterior cómo Dios premia al que prioriza su Reino. Sin embargo, esto no nos absolvía de una responsabilidad sobre los retos, problemas y proyectos que se nos encomiendan. Ahora, frente a la tentación de desentenderse de lo humano, surge la tentación opuesta de pensar que existen ámbitos de nuestra vida a que no afecta nuestra fe.
Que no todo sea teología no significa que haya disciplinas y acciones humanas que sean ajenas a un actuar cristiano. Igual que con la política, la enseñanza o la ciencia, es una grave tentación creer que las finanzas son independientes de una moral católica. En el fondo, es una falta de fe: significa negar la soberanía de Dios sobre todo, ya que habría ámbitos de este mundo sobre los que no es Rey, en los que no tiene nada que decir. Como dice la Escritura de Dios, “Tuyo es cuánto hay en el cielo y en la tierra.” (1 Crónicas 29, 11). El cristiano debe abordar desde esta perspectiva el mundo de las finanzas, pero más aquél que pone en juego los bienes de la Iglesia. Aquí radica la inmensa responsabilidad del ecónomo.
Tres enseñanzas sacamos de esto. Primero, que el cristiano no puede actuar en finanzas como si la gracia no afectara a este ámbito. Debe ser distinguible su sentido sobrenatural en todos sus movimientos financieros, porque los cristianos, aunque estamos en el mundo, no somos del mundo (Juan 17, 16); no actuamos según criterios mundanos, sino transformando y transfigurándolo como misión encomendada por Dios. Los primeros cristianos estaban perfectamente inmersos en la vida económica y social que les rodeaba, pero lo hacían con la mirada puesta en la vida eterna (Carta a Diogneto). ¿Realizamos así la gestión de nuestros bienes, o tenemos la mira en el mundo?
Segundo, que los bienes de la Iglesia piden ser tratados de una manera especial, porque no son neutros. La Iglesia establece, en el Código de Derecho Canónico, que los bienes eclesiásticos deben ser usados conforme a sus fines propios: “sostener el culto divino, sustentar honestamente al clero y demás ministros, y hacer las obras de apostolado sagrado y de caridad, sobre todo con los necesitados.” (1254, §2). Como puede verse, no es legítima cualquier inversión, pues todas deben realizarse siguiendo un criterio orientado por la misión divina de la Iglesia.
Tercero, a la hora de tomar decisiones, el ecónomo debe guiarse por una visión sobrenatural, ver la realidad desde la perspectiva de Dios y ser dócil a sus inspiraciones. “Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Romanos 8, 14). No podemos pretender que la gestión económica de una orden o instituto religioso sean calcos de las que realiza una entidad financiera o un fondo de inversión. No medimos solo los beneficios monetarios, pero esto no limita o perjudica la cartera: existe un gran universo de inversión, lleno de posibilidades, y a medida que pasa el tiempo, más se ven presionadas otras entidades financieras a conformarse con criterios éticos cristianos.
Dar a Dios el puesto de Señor supone, también, darle la dirección de nuestras gestiones, encontrarle entre nuestros pucheros. Desde Alveus, buscamos precisamente encarnar estos tres puntos en nuestro asesoramiento y gestión financiera de carteras: primero, seguir criterios éticos y cristianos al plantearnos la administración. Segundo, la adecuación de nuestro trabajo a la misión particular de cada cliente, así como a la misión de la Iglesia. Y tercero, el firme acompañamiento al ecónomo en sus decisiones financieras, de forma que tenga con quien compartir, si no su responsabilidad, sí su discernimiento.
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